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Estos dos filósofos encontraron en el baile una forma de la felicidad.
El baile puede revelar todo el misterio que la música concede.
Charles Baudelaire
Visualizar a Nietzsche o a Sócrates bailando no es la primera imagen que llegaría a la mente al pensar en ellos; el primero era un nihilista taciturno y el segundo un maestro de la dialéctica que siempre mantuvo el temple ante las discusiones entre animales políticos. Sin embargo, la imagen en sí es una de las más felices y está basada en la realidad. Nietzsche y Sócrates bailaban, y sus apologías del baile son una irresistible tentación a hacerlo.
Todos estamos familiarizados con el pronunciamiento de Nietzsche sobre Dios y el baile (“Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”), pero su obra está repleta hasta el borde de elogios a esta práctica (bailarines dionisíacos, sátiros danzantes, hombres, mujeres y niños que bailan sin cesar) y él mismo fue un bailador solitario. Para él la libertad nunca es más participativa, en el sentido en que podemos elegir cómo fluir con el flujo del mundo, como lo es en el baile. Bailando uno entra en el ritmo de las cosas, del viento, del pulso de la vida que siempre es el mismo pero está a disposición del libre albedrío del cuerpo. He ahí su belleza. El cuerpo puede elegir cómo participar del ritmo y la gravedad mientras la conciencia del ego está perfectamente enfocada y relajada, y el yo conduce a la totalidad de las partes en un juego libre de fuerzas.
Al igual que Walt Whitman declararía sin fin en sus poemas, para el filósofo era una estupidez creer que el cuerpo material es una cosa física que existe independientemente del espíritu. Incluso pensar era para él una actividad física: “el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… ¡Quién conoce ya por experiencia […] ese sutil estremecimiento que los pies ligeros en lo espiritual transfunden a todos los músculos!”. No es sorprendente entonces que este amante del éxtasis físico privilegiara lo lírico sobre lo discursivo, que quisiera que sus palabras se movieran con pies ligeros –como su Zaratustra– y trascendieran sus significados convencionales. Mas fueron los movimientos de su gran maestro Sócrates los que primero le ejemplificaron ese gran baile de la razón.
En el Simposio, Jenofonte cuenta que mientras Sócrates observaba el performance de un bailarín siracusano quedó infatuado por su gracia. En la armonía de sus movimientos se veía aún más bello que estando quieto. Después, Sócrates confiesa que Cármides lo encontró bailando solo y pensó que estaba loco, pero cuando le describió su intención de hallar armonía en sus movimientos Cármides comenzó su propia práctica solitaria de boxeo con sombras (porque no sabía bailar). Esto desde luego remite a la famosa frase de Nietzsche (quien quizás la imaginó a partir de esta anécdota): “Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música”.
Para Sócrates el baile era la manera óptima de mover el cuerpo en la simetría simultánea de todas sus partes, a diferencia de otro tipo de ejercicio físico como correr o luchar. La relación entre lo bello (kalos) y lo más bello (kallion) es una de movimiento y proporción. El filósofo, al darse cuenta de que un cuerpo era mucho más hermoso en movimiento total y gracioso que en mero descanso, aprendió a bailar cuando ya era viejo, a los 70 años. Recordemos que también dijo que: “La música y el baile son dos artes que se complementan y forman la belleza y la fuerza que son la base de la felicidad”.
Ambos filósofos, característicamente solitarios además, encontraron felicidad en el baile. Una felicidad que podrá entender todo el que haya bailado solo y se haya entregado a las fuerzas dionisíacas que surgen de las profundidades a la superficie del cuerpo. Es verdad que no es necesario que el baile sea solitario, pero es más probable que en soledad pueda disolverse la torpeza rígida de la autoconciencia y el ego quede suspendido por un momento. Entre menos se involucre el ego consciente, tanto más grande será la agilidad de movimientos y la libertad. Nosotros no creamos el flujo del mundo ni las fuerzas gravitacionales, ni jamás podremos abolirlas, pero sí podemos bailar con ellas. Esta es una de las grandes manifestaciones de libre albedrío que nos han sido dadas: es preciso sentir, aunque sea de vez en cuando, toda la libertad del cuerpo. Ya lo dijo el poeta y crítico de baile Edwin Denby: “Hay un poco de locura en el baile que hace a todo el mundo mucho bien”. Bailemos.
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El baile puede revelar todo el misterio que la música concede.
Charles Baudelaire
Visualizar a Nietzsche o a Sócrates bailando no es la primera imagen que llegaría a la mente al pensar en ellos; el primero era un nihilista taciturno y el segundo un maestro de la dialéctica que siempre mantuvo el temple ante las discusiones entre animales políticos. Sin embargo, la imagen en sí es una de las más felices y está basada en la realidad. Nietzsche y Sócrates bailaban, y sus apologías del baile son una irresistible tentación a hacerlo.
Todos estamos familiarizados con el pronunciamiento de Nietzsche sobre Dios y el baile (“Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”), pero su obra está repleta hasta el borde de elogios a esta práctica (bailarines dionisíacos, sátiros danzantes, hombres, mujeres y niños que bailan sin cesar) y él mismo fue un bailador solitario. Para él la libertad nunca es más participativa, en el sentido en que podemos elegir cómo fluir con el flujo del mundo, como lo es en el baile. Bailando uno entra en el ritmo de las cosas, del viento, del pulso de la vida que siempre es el mismo pero está a disposición del libre albedrío del cuerpo. He ahí su belleza. El cuerpo puede elegir cómo participar del ritmo y la gravedad mientras la conciencia del ego está perfectamente enfocada y relajada, y el yo conduce a la totalidad de las partes en un juego libre de fuerzas.
Al igual que Walt Whitman declararía sin fin en sus poemas, para el filósofo era una estupidez creer que el cuerpo material es una cosa física que existe independientemente del espíritu. Incluso pensar era para él una actividad física: “el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… ¡Quién conoce ya por experiencia […] ese sutil estremecimiento que los pies ligeros en lo espiritual transfunden a todos los músculos!”. No es sorprendente entonces que este amante del éxtasis físico privilegiara lo lírico sobre lo discursivo, que quisiera que sus palabras se movieran con pies ligeros –como su Zaratustra– y trascendieran sus significados convencionales. Mas fueron los movimientos de su gran maestro Sócrates los que primero le ejemplificaron ese gran baile de la razón.
En el Simposio, Jenofonte cuenta que mientras Sócrates observaba el performance de un bailarín siracusano quedó infatuado por su gracia. En la armonía de sus movimientos se veía aún más bello que estando quieto. Después, Sócrates confiesa que Cármides lo encontró bailando solo y pensó que estaba loco, pero cuando le describió su intención de hallar armonía en sus movimientos Cármides comenzó su propia práctica solitaria de boxeo con sombras (porque no sabía bailar). Esto desde luego remite a la famosa frase de Nietzsche (quien quizás la imaginó a partir de esta anécdota): “Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música”.
Para Sócrates el baile era la manera óptima de mover el cuerpo en la simetría simultánea de todas sus partes, a diferencia de otro tipo de ejercicio físico como correr o luchar. La relación entre lo bello (kalos) y lo más bello (kallion) es una de movimiento y proporción. El filósofo, al darse cuenta de que un cuerpo era mucho más hermoso en movimiento total y gracioso que en mero descanso, aprendió a bailar cuando ya era viejo, a los 70 años. Recordemos que también dijo que: “La música y el baile son dos artes que se complementan y forman la belleza y la fuerza que son la base de la felicidad”.
Ambos filósofos, característicamente solitarios además, encontraron felicidad en el baile. Una felicidad que podrá entender todo el que haya bailado solo y se haya entregado a las fuerzas dionisíacas que surgen de las profundidades a la superficie del cuerpo. Es verdad que no es necesario que el baile sea solitario, pero es más probable que en soledad pueda disolverse la torpeza rígida de la autoconciencia y el ego quede suspendido por un momento. Entre menos se involucre el ego consciente, tanto más grande será la agilidad de movimientos y la libertad. Nosotros no creamos el flujo del mundo ni las fuerzas gravitacionales, ni jamás podremos abolirlas, pero sí podemos bailar con ellas. Esta es una de las grandes manifestaciones de libre albedrío que nos han sido dadas: es preciso sentir, aunque sea de vez en cuando, toda la libertad del cuerpo. Ya lo dijo el poeta y crítico de baile Edwin Denby: “Hay un poco de locura en el baile que hace a todo el mundo mucho bien”. Bailemos.
Estos dos filósofos encontraron en el baile una forma de la felicidad.
Charles Baudelaire
Visualizar a Nietzsche o a Sócrates bailando no es la primera imagen que llegaría a la mente al pensar en ellos; el primero era un nihilista taciturno y el segundo un maestro de la dialéctica que siempre mantuvo el temple ante las discusiones entre animales políticos. Sin embargo, la imagen en sí es una de las más felices y está basada en la realidad. Nietzsche y Sócrates bailaban, y sus apologías del baile son una irresistible tentación a hacerlo.
Todos estamos familiarizados con el pronunciamiento de Nietzsche sobre Dios y el baile (“Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”), pero su obra está repleta hasta el borde de elogios a esta práctica (bailarines dionisíacos, sátiros danzantes, hombres, mujeres y niños que bailan sin cesar) y él mismo fue un bailador solitario. Para él la libertad nunca es más participativa, en el sentido en que podemos elegir cómo fluir con el flujo del mundo, como lo es en el baile. Bailando uno entra en el ritmo de las cosas, del viento, del pulso de la vida que siempre es el mismo pero está a disposición del libre albedrío del cuerpo. He ahí su belleza. El cuerpo puede elegir cómo participar del ritmo y la gravedad mientras la conciencia del ego está perfectamente enfocada y relajada, y el yo conduce a la totalidad de las partes en un juego libre de fuerzas.
Al igual que Walt Whitman declararía sin fin en sus poemas, para el filósofo era una estupidez creer que el cuerpo material es una cosa física que existe independientemente del espíritu. Incluso pensar era para él una actividad física: “el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… ¡Quién conoce ya por experiencia […] ese sutil estremecimiento que los pies ligeros en lo espiritual transfunden a todos los músculos!”. No es sorprendente entonces que este amante del éxtasis físico privilegiara lo lírico sobre lo discursivo, que quisiera que sus palabras se movieran con pies ligeros –como su Zaratustra– y trascendieran sus significados convencionales. Mas fueron los movimientos de su gran maestro Sócrates los que primero le ejemplificaron ese gran baile de la razón.
En el Simposio, Jenofonte cuenta que mientras Sócrates observaba el performance de un bailarín siracusano quedó infatuado por su gracia. En la armonía de sus movimientos se veía aún más bello que estando quieto. Después, Sócrates confiesa que Cármides lo encontró bailando solo y pensó que estaba loco, pero cuando le describió su intención de hallar armonía en sus movimientos Cármides comenzó su propia práctica solitaria de boxeo con sombras (porque no sabía bailar). Esto desde luego remite a la famosa frase de Nietzsche (quien quizás la imaginó a partir de esta anécdota): “Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música”.
Para Sócrates el baile era la manera óptima de mover el cuerpo en la simetría simultánea de todas sus partes, a diferencia de otro tipo de ejercicio físico como correr o luchar. La relación entre lo bello (kalos) y lo más bello (kallion) es una de movimiento y proporción. El filósofo, al darse cuenta de que un cuerpo era mucho más hermoso en movimiento total y gracioso que en mero descanso, aprendió a bailar cuando ya era viejo, a los 70 años. Recordemos que también dijo que: “La música y el baile son dos artes que se complementan y forman la belleza y la fuerza que son la base de la felicidad”.
Ambos filósofos, característicamente solitarios además, encontraron felicidad en el baile. Una felicidad que podrá entender todo el que haya bailado solo y se haya entregado a las fuerzas dionisíacas que surgen de las profundidades a la superficie del cuerpo. Es verdad que no es necesario que el baile sea solitario, pero es más probable que en soledad pueda disolverse la torpeza rígida de la autoconciencia y el ego quede suspendido por un momento. Entre menos se involucre el ego consciente, tanto más grande será la agilidad de movimientos y la libertad. Nosotros no creamos el flujo del mundo ni las fuerzas gravitacionales, ni jamás podremos abolirlas, pero sí podemos bailar con ellas. Esta es una de las grandes manifestaciones de libre albedrío que nos han sido dadas: es preciso sentir, aunque sea de vez en cuando, toda la libertad del cuerpo. Ya lo dijo el poeta y crítico de baile Edwin Denby: “Hay un poco de locura en el baile que hace a todo el mundo mucho bien”. Bailemos.
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El baile puede revelar todo el misterio que la música concede.
Charles Baudelaire
Visualizar a Nietzsche o a Sócrates bailando no es la primera imagen que llegaría a la mente al pensar en ellos; el primero era un nihilista taciturno y el segundo un maestro de la dialéctica que siempre mantuvo el temple ante las discusiones entre animales políticos. Sin embargo, la imagen en sí es una de las más felices y está basada en la realidad. Nietzsche y Sócrates bailaban, y sus apologías del baile son una irresistible tentación a hacerlo.
Todos estamos familiarizados con el pronunciamiento de Nietzsche sobre Dios y el baile (“Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”), pero su obra está repleta hasta el borde de elogios a esta práctica (bailarines dionisíacos, sátiros danzantes, hombres, mujeres y niños que bailan sin cesar) y él mismo fue un bailador solitario. Para él la libertad nunca es más participativa, en el sentido en que podemos elegir cómo fluir con el flujo del mundo, como lo es en el baile. Bailando uno entra en el ritmo de las cosas, del viento, del pulso de la vida que siempre es el mismo pero está a disposición del libre albedrío del cuerpo. He ahí su belleza. El cuerpo puede elegir cómo participar del ritmo y la gravedad mientras la conciencia del ego está perfectamente enfocada y relajada, y el yo conduce a la totalidad de las partes en un juego libre de fuerzas.
Al igual que Walt Whitman declararía sin fin en sus poemas, para el filósofo era una estupidez creer que el cuerpo material es una cosa física que existe independientemente del espíritu. Incluso pensar era para él una actividad física: “el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… ¡Quién conoce ya por experiencia […] ese sutil estremecimiento que los pies ligeros en lo espiritual transfunden a todos los músculos!”. No es sorprendente entonces que este amante del éxtasis físico privilegiara lo lírico sobre lo discursivo, que quisiera que sus palabras se movieran con pies ligeros –como su Zaratustra– y trascendieran sus significados convencionales. Mas fueron los movimientos de su gran maestro Sócrates los que primero le ejemplificaron ese gran baile de la razón.
En el Simposio, Jenofonte cuenta que mientras Sócrates observaba el performance de un bailarín siracusano quedó infatuado por su gracia. En la armonía de sus movimientos se veía aún más bello que estando quieto. Después, Sócrates confiesa que Cármides lo encontró bailando solo y pensó que estaba loco, pero cuando le describió su intención de hallar armonía en sus movimientos Cármides comenzó su propia práctica solitaria de boxeo con sombras (porque no sabía bailar). Esto desde luego remite a la famosa frase de Nietzsche (quien quizás la imaginó a partir de esta anécdota): “Y aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música”.
Para Sócrates el baile era la manera óptima de mover el cuerpo en la simetría simultánea de todas sus partes, a diferencia de otro tipo de ejercicio físico como correr o luchar. La relación entre lo bello (kalos) y lo más bello (kallion) es una de movimiento y proporción. El filósofo, al darse cuenta de que un cuerpo era mucho más hermoso en movimiento total y gracioso que en mero descanso, aprendió a bailar cuando ya era viejo, a los 70 años. Recordemos que también dijo que: “La música y el baile son dos artes que se complementan y forman la belleza y la fuerza que son la base de la felicidad”.
Ambos filósofos, característicamente solitarios además, encontraron felicidad en el baile. Una felicidad que podrá entender todo el que haya bailado solo y se haya entregado a las fuerzas dionisíacas que surgen de las profundidades a la superficie del cuerpo. Es verdad que no es necesario que el baile sea solitario, pero es más probable que en soledad pueda disolverse la torpeza rígida de la autoconciencia y el ego quede suspendido por un momento. Entre menos se involucre el ego consciente, tanto más grande será la agilidad de movimientos y la libertad. Nosotros no creamos el flujo del mundo ni las fuerzas gravitacionales, ni jamás podremos abolirlas, pero sí podemos bailar con ellas. Esta es una de las grandes manifestaciones de libre albedrío que nos han sido dadas: es preciso sentir, aunque sea de vez en cuando, toda la libertad del cuerpo. Ya lo dijo el poeta y crítico de baile Edwin Denby: “Hay un poco de locura en el baile que hace a todo el mundo mucho bien”. Bailemos.