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El silencio de la conciencia del yo (José L. Pallarés González)

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El “centro" es esa conciencia profunda que todos tenemos y a la que nos referimos cuando decimos yo. Este yo es el punto de identidad que mantenemos a través de todos los cambios, de todas las fases de crecimiento. Es necesario ahondar en ese centro para descubrir quién soy yo. Todo lo que vivo no tiene sentido si no descubro quién es el que vive esto. El yo es el que da significado a cada una de mis experiencias. Cada experiencia, tomada aisladamente, no tiene de por sí un sentido. El sentido se encuentra en la fuente donde mana. El descubrimiento del yo marca el grado de madurez de la persona. Cuanto más ahonda y se sienta a sí mismo. Menos peligro tiene de confundirse con sus cosas y menos vulnerable será.
Ese centro interior es mi realidad más profunda; de ella brotan todas las demás realidades que me constituyen: la inteligencia, la voluntad, la moral, la estética… En ese “centro”, yo me siento yo, y me afirmo yo, y declaro y reivindico todo lo demás que siento como mío.
    En todo momento estoy tratando de descubrir tanto que soy yo, como quién soy yo. Lo que soy yo es todo lo que registra mi conciencia, todo lo que existe para mí, todos los contenidos de mi conciencia. Estos contenidos son todo el mundo de sensaciones, salud, fuerza, inteligencia, intuición. También soy la conciencia que yo tengo de todo lo demás: las personas, la naturaleza, la sociedad. Yo, en resumen, soy todas las cosas en tanto las conozco.
    Por ello, cuando hay problemas dentro de la conciencia, hay problemas fuera, en mis relaciones objetivas. Solo cuando existe una perfecta unidad interna, la persona está asimismo integrada en su exterior. Yo soy, por tanto, todo el campo de mi conciencia.


A la pregunta ¿quién soy yo?, hemos de responder que yo soy el sujeto, el centro de este campo, el punto alrededor del cual gira todo y del que surge todo. En la compleja experiencia de mi interioridad percibo un solo y único centro que da sentido y coherencia a todo lo demás.
Ese centro lo experimento como carente de partes, no puede ser localizado en ningún lugar. Es, además, autoconsciente; es decir, tiene conocimiento de sí mismo, y aunque se da cuenta que en muchos aspectos es para sí un misterio se siente, en cambio, dueño e independiente de sí mismo. La actividad o dinamismo del yo consiste en una permanente opción, en un constante ejercicio de su autonomía, de su mismidad, de su profunda unidad de ser. En este sentido, la libertad es el ejercicio de la estructura más característica del sí mismo, de aquello por lo cual yo me siento persona humana.
Pero la experiencia de mi libertad es paradójica, contradictoria. Por una parte, quiero ejercer cada vez más mi autonomía y mi unidad, ser más yo; pero, a la vez, experimento mis límites y siento una cierta angustia interior. Esta conciencia de la precariedad de mi ser me impulsa a la búsqueda de algo o de alguien en quien pueda encontrar un punto de apoyo seguro a la debilidad de mi ser.


El yo como centro constituye el punto de partida. “Yo soy” en el acto esencial de la existencia, como individuo. Toda la existencia no es más que variantes de la realidad de mi ser.
    Este meterme hacia dentro, este interiorizarme, no ha de perturbar nunca el cumplimiento de mis obligaciones exteriores. En este repliegue sobre sí mismo se trata de descubrir el fondo de mí mismo, la realidad de mí mismo como sujeto, yo en mi identidad profunda.
La autoconciencia requiere una atmósfera de interioridad y un hábitat de silencio. Es muy difícil, en una civilización del ruido, oír la vibraciones del espíritu; percibir los mensajes transcendentes, oír las voces de la propia conciencia.
    El silencio nos hace descubrir experimentalmente la unidad profunda que hay detrás de toda la multiplicidad de formas y manifestaciones de nuestro ser. Nos lleva a descubrir al sujeto último de todas las manifestaciones personales. Nos conduce a la realización de nuestra identidad profunda. El silencio profundo nos trae la paz auténtica. Gracia a él podemos acumular fuerzas físicas, afectivas, mentales y espirituales para llevar a cabo nuestro trabajo y todo nuestro quehacer vital. El poder del silencio es tan grande que puede transformar profundamente nuestras conciencias, nuestra vida; a la sociedad toda.


Para conseguir el silencio, “mi silencio”, es necesario que yo esté libre interiormente de problemas, de deseos, de emociones, de conflictos. La gran dificultad que tenemos para estar en paz es nuestra guerra interior.
    Para que el silencio sea un camino positivo es necesario que la persona esté orientada; tenga como opción preferencial la búsqueda de la verdad. En la práctica del silencio se impone que, en todo momento, se mantenga la autoconciencia, y que haya una gran lucidez. El silencio practicado de esta manera es siempre esencialmente transformante, renovador y creativo, externa e internamente.

El silencio no es nada más que el reposo de nuestra personalidad y de nuestro yo personal. El silencio que se pide es el silencio profundo de la conciencia del yo.


José Luis Pallarés González – En torno al hombre

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