La sincronicidad es un fenómeno psicológico descrito por el psicoanalista Carl Jung como una conexión significativa entre dos o más eventos acausales –esto quiere decir que la conexión entre dichos eventos recae en la subjetividad (i.e. el ojo) del observador. ¿Pero qué pasaría si el universo mismo y todo lo que ocurre en él no fuera sino la recurrencia de un fenómeno exponiéndose interminablemente?
El blogger y fanático de las sincronicidades Ome Quiahuitl ha tratado de pensar las sincronicidades como “un fenómeno natural que casi con toda seguridad seguirá presentándose a sí mismo mientras estemos aquí para experimentarlo.” El problema de su teoría parece ser que no toma en cuenta la subjetividad humana, y el hecho de que la existencia del ser humano y su afanosa conciencia ocupe apenas un fragmento minúsculo, irrelevante estadísticamente, en la historia del universo mismo.
Sin embargo, su teoría aporta algunos elementos interesantes para pensar que, en el gran esquema de la existencia, la vida misma y nuestra conciencia son una casualidad gigantesca que podría experimentarse como una cadena de sincronicidad de la que cada instante es un pequeño eslabón:
“Si cada momento es una sincronicidad orgánicamente orquestada, tiene mucho más sentido que en este universo inefablemente inmenso termináramos en este planeta oh-tan-convenientemente hospitalario, orbitando el sol en algún lugar de la Vía Láctea, en armonía tan perfecta, albergando la bizarra evolución, el avance tecnológico, y el auto-descubrimiento conciente del que fuimos dotados por los misterios de la existencia.”
El hecho de que observemos la historia del universo en su totalidad desde un punto de vista arbitrario y consciente de nuestro presente parece reforzar la idea de destino e inmanencia, que sirve para justificar todo tipo de colonizaciones y empoderamientos súbitos de tiranos y dictadores; sin embargo, esta misma observación nos permite hacer una pequeña pausa en el continuo de la sucesión informativa en la que se ha transformado el mundo para apreciar la totalidad de los instantes de la conciencia humana en su devenir como una improbabilidad ventajosa, de la que todos formamos parte y por la cual somos responsables.
También nos remite a las viejas teorías míticas de que todo lo que ha ocurrido en la existencia ocurrirá nuevamente, por lo que hasta el más nimio de nuestros actos puede observarse como la programación involuntaria de esta sincronicidad que el mero hecho de existir está perpetuando. La vida y la muerte son eventos que podemos atestiguar incluso de manera estadística, pero tal vez lo que los vuelve diferentes –es decir, lo que crea la ilusión de que los experimentamos como diferencias– sea la maravillosa anomalía de la conciencia, que es siempre una experiencia del espacio y el tiempo. La vida y la muerte de cada ser forman parte de la misma cadena significante, pero la irrupción de la conciencia hace que cada sujeto las note como algo diferente; pero tal vez no lo sean.
Sincronicidad se refiere además al hecho de que estas conexiones significativas acausales ocurran necesariamente en el presente de la conciencia, lo que hace difícil comunicarlas; se trata de un fenómeno de la conciencia experimentando una especie de anomalía en el continuo de los eventos. ¿Pero cuándo aprendimos que los eventos de la vida son diferentes uno de otro? ¿Será útil remitirnos una vez más a la unidad perdida y fantaseada del Edén, donde todos los eventos forman parte del gran Evento orquestado por un creador que se presenta a sí mismo en cada hoja de cada árbol y en cada impulso de cada ser vivo, o bien estamos preparados para asumir que vivimos en una totalidad caótica que, sin embargo, parece operar bajo patrones discernibles para nuestra conciencia?
Para el psicoanálisis jungiano existen dos factores que ayudan a caracterizan los eventos de sincronicidad: 1) la significación acausal tiene una base emotiva en el sujeto (lo que explica que sólo a quien le ocurre la sincronicidad pueda asombrarse de ella en toda su magnitud, como si fuese un mensaje del universo/cosmos/etc. inscrito en el continuo del espacio-tiempo sólo para él o ella), y 2) el factor de imposibilidad con que se presenta revestido cada evento.
Así pues, no se trata solamente de que dos eventos se parezcan mutuamente, sino que el hecho de ser percibidos los inscriba en una matriz significante solamente para el sujeto de la experiencia. Dicho de forma un tanto más pesimista, la sincronicidad –pequeña o colosal– sólo tiene sentido para el que la percibe; pero también es por eso que el instante del satori o eureka, el momento de iluminación súbita desborda la posibilidad de las palabras para volver la experiencia parte de un bien común. Sólo el relato o la elaboración posterior del evento permiten distinguir su particularidad, pero nunca de una manera del todo objetiva, pues sigue tratándose de un fenómeno de atención.
En nuestro presente laico y cientificista, la sincronicidad goza del descrédito general que tienen los eventos que no dejan rastros ni evidencias, y se equipara a fenómenos como el avistamiento de fantasmas o las experiencias esotéricas. Pero abrir nuestra mente a versiones paralelas de la realidad tiene la ventaja de permitirnos apreciar concientemente eventos que de otro modo serían desechados como simples casualidades –la sincronicidad existe, al menos, como evidencia del misterio subyacente a toda experiencia humana.
Fuente: http://pijamasurf.com/2015/09/la-realidad-entera-es-una-sincronicidad-interminable/