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Nuestra relación con el inconsciente siempre es ambivalente: nos atrae y nos atemoriza. No menos ambivalente suele ser nuestra relación con la pareja: la queremos y la odiamos, deseamos poseerla plenamente y librarnos de ella, la encontramos maravillosa e irritante.
En el cúmulo de actividades y fricciones que constituyen una relación no hacemos más que andar a vueltas con nuestra sombra.
Por ello, es frecuente que personas de carácter opuesto congenien.
Los extremos se atraen: esto lo sabe todo el mundo, y no obstante siempre “nos asombra que se lleven tan bien siendo tan distintas”.
Mejor se llevarán dos personas cuanto más distintas sean, porque cada una vive la sombra de la otra o- más exactamente- cada una hace que su sombra viva en la otra.
Cuando la pareja está formada por personas muy parecidas, aunque las relaciones resulten más apacibles y cómodas, no suelen favorecer mucho el desarrollo de quienes la componen: en el otro sólo se refleja la cara que ya conocemos: ello no acarrea complicaciones pero resulta aburrido.
Los dos se encuentran mutuamente maravillosos y proyectan la sombra común al entorno, al que juntos rehuyen.
En una pareja sólo son fecundas las divergencias, ya que a través de ellas, afrontándose a la propia sombra descubierta en el otro, puede uno encontrarse a sí mismo.
Está claro que el objetivo de esta tarea es encontrar la propia identidad total.
El caso ideal es aquel en el que, al término de la convivencia, hay dos personas que se han completado a sí mismas o, por lo menos- renunciando al ideal- se han desarrollado, descubriendo partes ignoradas del alma y asumiéndolas conscientemente.
La asociación de la pareja ha alcanzado su objetivo cuando el uno ya no necesita del otro.
Sólo en este caso se demuestra que la promesa de «amor eterno» era sincera.
El amor es un acto de la conciencia y significa abrir la frontera de la conciencia propia para dejar entrar aquello que se ama.
Esto sucede sólo cuando uno acoge en su alma todo lo que la pareja representaba o- dicho de otro modo- cuando uno ha asumido todas las proyecciones y se ha identificado con ellas.
Entonces la persona deja de hacer las veces de superficie de proyección- en ella nada nos atrae ni nos repele- el amor se ha hecho eterno, es decir, independiente del tiempo, ya que se ha realizado en la propia alma.
Estas consideraciones siempre producen temor en las personas que tienen proyecciones puramente materiales, que depositan el amor en las formas y no en el fondo de la conciencia.
Sólo se plantean problemas cuando dos personas «utilizan» su asociación de forma diferente, y mientras una reconoce sus proyecciones y las integra, la otra se limita a proyectarse.
En este caso, cuando uno se independiza, el otro se queda con el corazón destrozado.
Y cuando ninguno de los dos pasa de la fase de proyección, tenemos un amor de los que duran hasta la muerte, y después, cuando falta la otra mitad, viene el desconsuelo (!).
Dichoso el que comprenda que a uno no pueden arrebatarle aquello que ha asumido en su interior. El amor o es uno o no es nada.
Mientras se deposita en los objetos externos no ha alcanzado su objetivo.
En el cúmulo de actividades y fricciones que constituyen una relación no hacemos más que andar a vueltas con nuestra sombra.
Por ello, es frecuente que personas de carácter opuesto congenien.
Los extremos se atraen: esto lo sabe todo el mundo, y no obstante siempre “nos asombra que se lleven tan bien siendo tan distintas”.
Mejor se llevarán dos personas cuanto más distintas sean, porque cada una vive la sombra de la otra o- más exactamente- cada una hace que su sombra viva en la otra.
Cuando la pareja está formada por personas muy parecidas, aunque las relaciones resulten más apacibles y cómodas, no suelen favorecer mucho el desarrollo de quienes la componen: en el otro sólo se refleja la cara que ya conocemos: ello no acarrea complicaciones pero resulta aburrido.
Los dos se encuentran mutuamente maravillosos y proyectan la sombra común al entorno, al que juntos rehuyen.
En una pareja sólo son fecundas las divergencias, ya que a través de ellas, afrontándose a la propia sombra descubierta en el otro, puede uno encontrarse a sí mismo.
Está claro que el objetivo de esta tarea es encontrar la propia identidad total.
El caso ideal es aquel en el que, al término de la convivencia, hay dos personas que se han completado a sí mismas o, por lo menos- renunciando al ideal- se han desarrollado, descubriendo partes ignoradas del alma y asumiéndolas conscientemente.
La asociación de la pareja ha alcanzado su objetivo cuando el uno ya no necesita del otro.
Sólo en este caso se demuestra que la promesa de «amor eterno» era sincera.
El amor es un acto de la conciencia y significa abrir la frontera de la conciencia propia para dejar entrar aquello que se ama.
Esto sucede sólo cuando uno acoge en su alma todo lo que la pareja representaba o- dicho de otro modo- cuando uno ha asumido todas las proyecciones y se ha identificado con ellas.
Entonces la persona deja de hacer las veces de superficie de proyección- en ella nada nos atrae ni nos repele- el amor se ha hecho eterno, es decir, independiente del tiempo, ya que se ha realizado en la propia alma.
Estas consideraciones siempre producen temor en las personas que tienen proyecciones puramente materiales, que depositan el amor en las formas y no en el fondo de la conciencia.
Sólo se plantean problemas cuando dos personas «utilizan» su asociación de forma diferente, y mientras una reconoce sus proyecciones y las integra, la otra se limita a proyectarse.
En este caso, cuando uno se independiza, el otro se queda con el corazón destrozado.
Y cuando ninguno de los dos pasa de la fase de proyección, tenemos un amor de los que duran hasta la muerte, y después, cuando falta la otra mitad, viene el desconsuelo (!).
Dichoso el que comprenda que a uno no pueden arrebatarle aquello que ha asumido en su interior. El amor o es uno o no es nada.
Mientras se deposita en los objetos externos no ha alcanzado su objetivo.
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